Tiene los ojos tristes de su madre, la nariz griega de su padre, el mentón altivo de su abuela materna y las orejas pequeñas de un primo lejano del que nunca llegó a fiarse demasiado. Lo guarda todo en un cajoncito del salón, porque le gusta tenerlo siempre a mano cuando vienen las visitas y que ellos mismos puedan comprobar el asombroso parecido.

Sale al escenario un señor pusilánime y bajito con un carrete de hilo blanco entre las manos. Con extrema lentitud va cortando pedacitos que se ata con cuidado a los tobillos, a las muñecas, a las rodillas, a los codos, y finalmente a la nuca. Sale su esposa, que le riñe por no sacar la basura, por no pasear al perro, y por no fijarse en su peinado nuevo. Salen sus hijos, que se marchan con la paga de dos semanas y el permiso para volver a casa más tarde de las once. Sale su jefe, que le pide dos copias extra de los últimos informes. Sale su mejor amigo, que ha vuelto a olvidarse la cartera para pagar la última ronda. Y como número final –¡tachán!- sale su amante con una bobina de hilo rojo para convencerlo de que se olvide de su mujer, de sus hijos, de su jefe y de su amigo, porque sólo ella sabe lo que de verdad de verdad de verdad le conviene.