Laura llega del colegio y sube corriendo a jugar con su casa de muñecas. Pero algo no anda bien, está todo patas arriba. Muebles desordenados, sillas volcadas, papeles desperdigados. Jarrones, marcos de fotos, ceniceros hechos añicos en el suelo. A la cocina no se atreve a asomarse si quiera. Mira en el armario de la entrada. Lo que se temía: falta la maleta grande de ruedas. Tampoco logra encontrar el ordenador portátil, la colección de vinilos y el cepillo de dientes rojo.

En el dormitorio principal, una muñeca rubia hace lo que puede para ahogar su llanto bajo la almohada. Laura decide que es mejor no molestarla y se marcha de puntillas, procurando no hacer ruido.

Ya le preguntará mañana.

Y se levanta, y el corazón del animal aún palpita entre los despojos, y ella hace ademán de limpiarse -la boca, el rostro, los brazos, el pecho-, pero decide quedarse quieta y contemplar la escena un rato más.

Un minuto, quizá dos, y luego volverá a sus quehaceres diarios -la comida, la ropa, la compra, los niños-. Nada de eso importa ahora que sabe de lo que es capaz.